… Sin duda alguna había pasado mucho tiempo desde aquel día. Recordaba el momento preciso, cada detalle, cada movimiento que se dibujaba en aire, ejerciendo una embelesadora imagen que su cerebro le regalaba en forma de recuerdos que bailaban entre sí a una velocidad reducida y superlenta, tan cercana que daba la impresión de que pudiera olerla.
Ahora el paso del tiempo había matado cualquier forma de vida que pudiera haber en esos recuerdos. Si algo quedaba, había sido transformado de tal manera que ya no era ni reconocible. Simplemente habían cambiado a un ritmo desenfrenado, mientras que, ilusos de ellos se habían empeñado en dominar el mundo, postrarlo ante ellos. Pero como siempre antes había pasado, desde que el primer hombre tuvo entendimiento, eran ellos los que se habían postrado ante la majestuosidad y dureza de la vida, acompañada de su inseparable compañero el tiempo.
El silencio dominaba el ambiente. Tantos años los separaban, que no parecía que hubiera mejor cosa que expresar que el silencio sepulcral. Muchas cosas querían contarse, pero también sabían que poco importaban. – ¿Recuerdas aquella pequeña tasca que estaba junto a la plaza? Si hombre aquella que ponían los tintos aquellos tan amargos –dijo Antonio con una añoranza risueña a su amigo Félix-. Félix frunció el ceño con un aire pensativo, como si realmente estuviera haciendo un gran esfuerzo para rebobinar su cerebro hacia treinta años atrás. – Vicente porreta –añadió Antonio a su antológico recuerdo. - ¡Gordales! –exclamaron ambos al unísono. Las sonrisas se hicieron dueñas de sus envejecidos rostros. Parecía que Antonio hubiera arrojado una pequeña chispa sobre una casi extinta mecha. Pero al contrarío de desaparecer, que era a lo que parecía destinada al igual que todo lo que rodeaba aquel encuentro, ardió cual mecha seca que desea volver a la vida para despedirse con el gran esplendor que toda mecha espera. – ¿Y de Lidia? ¿Te acuerdas de Lidia? –Recordaba ansioso Félix con una emoción propia de un adolescente-. A Antonio se iluminaron los ojos tanto que resplandeció. -¡Sí!- exclamó –madre mía ¿que abra sido de ella?- rió a carcajadas. –Éramos los tres mosqueteros – volvió a exclamar Antonio.
Los dos amigos sin darse cuenta fueron bajando la cuesta que llevaba a la vieja plaza. Aquella que había observado inamovible a miles de amigos como ellos con el paso de las décadas. Como si los últimos treinta años no hubieran existido, como si las vivencias enterradas en olvidados recuerdos hubieran resucitado con la chispa adecuada, los amigos conversaban como si la última vez que se hubieran visto fuera ayer, mientras se alejaban en el horizonte de un pueblo de roca, de esos que albergan historias que ningún estudioso puede llegar a conocer.
El sol estaba muriendo en la tarde, la noche llegaba erguida y orgullosa, y el invierno ebrio de recuerdos de su vida anterior sustituía a un otoño que se despedía llorando gotas de lluvia roja.
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